(11) Etapa undécima: BELORADO – SAN JUAN DE ORTEGA (Camino Francés a Santiago)

EN PREPARACIÓN

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EXPERIENCIAS PEREGRINAS

1. La Danzante del Anuahc

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Diario de mirada de agua

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BeloradoSan Juan de Ortega
29 de septiembre de 2004

Notas del día de hoy en mi diario: «Mucho dolor, me ha costado llegar. Un regalo: Leticia (danzadora azteca). Magnífico. Me emocioné por el motivo de su caminar.»

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Me sentí muy acompañada por Alberto -padre-, me esperaba en cada curva. No le importaba caminar despacio. Hacía mucha calor y se hizo muy duro llegar. Faltando cinco kilómetros para finalizar este día en San Juan de Ortega nos encontramos con una mujer muy bella, Leticia, mexicana, nos acompañó durante media hora, nos habló de la Guadalupana, la virgen de México, le chocó encontrarse con una Guadalupe en el camino.

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Cuando llegamos al antiguo monasterio, Alberto se encargó de camelar a las amas del improvisado albergue para que nos pudiesemos duchar en agua caliente «no ve que me puede fallar el corazón con el agua fría, tengo 74 años» – les decía guiñándoles el ojo, ellas, mayores también, reían gustosas, por la picardía. Consiguió el agua caliente. Las dotes de conquistador las mantenía totalmente al día. Era todo un logro del señor Alberto, siendo unas mujeres tan estrictas, me recordaban a las institutrices de un orfanato inglés del siglo XIX.

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Después de hacerles las curas a mis destrozados pies, esperábamos la hora de cenar en el único bar al lado del monasterio. Y antes de que anocheciese, Leticia nos sorprendió una segunda vez.

Venía vestida con unas ropas tradicionales aztecas, unos concheros en los tobillos, una falda y camisa blanca bordadas con unos detalles aztecas, unos collares, una diadema de plumas en la cabeza, descalza, con un pequeño tambor y un cuerno de mar. Nos quedamos en silencio. Nos acercamos a ella, comenzaba a bailar una danza, una danza magnífica, una danza para el sol.

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Me invadió una sensación inmensa de belleza, de plenitud, de magia, de gratitud, me quedé ensimismada con su baile, emocionada, temblando en mi interior, percibía una sensación magnífica. Terminó su baile soplando por el cuerno de mar, tan intenso ese sonido.

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Respeté su baile, no me acerqué a ella al terminar de bailar, subí a la zona de las literas. Me encontré con ella, le miré y le pregunté directamente –«¿por qué? ¿por qué lo haces?». Me miró y contestó

«soy una danzadora azteca, bailo para el sol, en agradecimiento, decidí venir a este camino porque aquí confluye mucha energía, porque quiero regalar a todas estas personas este baile, que encierra en sí la adoración a la madre Tierra y al padre Sol, quiero que la energía buena que produce se quede con todos, gracias eres la primera persona que lo ha sentido, que te has preocupado por saber»

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Nos abrazamos de nuevo. Y a continuación, me contó lo complicado que es caminar con tanto peso en su mochila pues sólo los concheros que lleva en sus tobillos y que produce un sonido tan especial, un sonido que rompe el mal, pesan más de cinco kilos. Caminaba sólo quince quilómetros al día y a veces menos, había salido desde Roncesvalles y pretendía llegar a Santiago, disfrutaba de sus quince días de vacaciones en este camino, se iría en menos de seis, utilizaría el bus para llegar a Sarria, y así acompañar también a los que llegaban a Santiago de Compostela, luego volvería a México D.F.

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Ahora comprendía lo que sentí al verla bailar, y al oír sus concheros y su pequeño tambor. Se me rompía el mal de dentro, se desmenuzaba en trozos más pequeños, así era mucho más facil de digerir.

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Recuperadas de la emoción del momento, nos unimos al grupo para cenar las sopas de ajo que el cura de San Juan Ortega comparte con los peregrinos y peregrinas que se albergan en su monasterio.

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Descansé muy bien esa noche y a la mañana siguiente, después del desayuno que ofrece el cura, comenzamos a caminar en dirección a Burgos.

– Diario de GUADALUPE, Mirada de agua, Septiembre/ 04 –

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Alfonso Biescas

13.03.04.

Sabado. Belorado-Atapuerca. (307):

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Amanece nublado pero ya no llueve. Se agradece después de la lluvia de ayer. Así que poco a poco, paso a paso, en un agradable paseo se llega a Villafranca en donde paro a tomar algo. El hambre me esta matando. En el bar «El pajarito» me dan un sensacional bocadillo de jamón y un refresco. Entonado emprendo la subida en la que luchando contra la pendiente me distraigo y me voy por otro camino. Llego a una granja a través de un maravilloso paisaje. Unos perros me avisan de que por allí no voy a ninguna parte. No he errado demasiados metros. Retrocedo y enseguida me encuentro con la buena senda. Me alegro de esta confusión que me ha hecho disfrutar de un paraje extraordinario. Algo así debió de extasiar a Virila. La diferencia está en que el era un santo y yo no paso de vulgar pecador. El tardó 300 años en volver de su paraíso, yo ni cinco minutos.

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Me fijo en el barro que piso y admiro su color. Es practicamente rojo, casi carmin. Maravilloso color, dificil de encontrar tan intenso en la naturaleza. Parezco «Pimpinela Escarlata» caminando con unas botas que ya no son marrones sino mucho más espectaculares en cuanto a color.

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Pongo el piloto automático y caminando medito. Los kilómetros recorridos durante la semana van cumpliendo su cometido. Mientras avanzo hacia Santiago, mi cuerpo se fortalece y permite que mi mente se pueda preocupar de otros menesteres menos físicos.El Camino empieza a provocar el milagro.

Así, andando y pensando, veo al fín la maravillosa iglesia de San Juan de Ortega tras cruzar los bosque que la separan del mundo. Solitaria y hermosa, mágica e impresionante, el abside recibe a los peregrinos que llegan por el este.

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El sol ha comenzado a lucir, la tarde parece de primavera aunque se mantiene fresca. El párroco D. jose María come con otros peregrinos delante del Albergue. Hoy cenarán sopas de ajo. Nos saludamos y me toma el pelo. Nos reimos todos.

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Visito al Santo en su sepulcro y admiro el mausoleo e iglesia con especial interés en el capitel de la Anunciación en donde se produce el «Milagro de la luz» Descubro en él al burro y al buey y tres cabecitas que supongo son los Reyes Magos. Cuanto más se mira, más cosas se aprecian. Inacabable en su sencillez, en su belleza, en la forma galáctica de narrar la historia con un rayo de luz. Sobrecogido por el lugar, mágico donde los haya, continuo en un alegre paseo de primavera hacia Atapuerca, cuna de la humanidad en Europa, tras saludar y despedirme de los que se mantienen en la sobremesa.

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El barro se convierte casi en ciéganas al dejar San Juan. Esta situción dura hasta que termina el bosque y me ha dejado las botas de otro color, marrón, mucho más normal que el que los Montes de Oca habían dado a mi calzado. Me da pena, pero el Camino enseña que nada terrenal es eterno.

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Castilla aparece en el paisaje. Las lineas cambian, la luz también. Camino ligero y alegre hacia lugar de batallas fraticidas, por la carreterita que me llevará hasta el refugio.

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Tras situarme y organizarme, curar mis males físicos y ducharme, me reuno con los peregrinos que han ido llegando y que siguen siendo pocos, menos de 10, amables y respetuosos. Hay un poco de todas partes: España, Francia, Alemania, California, Brasil, Polonia, Canadá, Guatemala e Irlanda. Ningún italiano que dé la tabarra. Tomamos una cerveza haciendo tiempo para ir al «Palomar» a cenar una potente sopa castellana.

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Ha caído la noche cuando salimos del restaurante y el frío es impresionante. Menos mal que el refugio tiene una pequeña salamandra y se mantiene caldeado.

– Diario de ALFONSO BIESCAS, Marzo/ 2004 –

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7 Respuestas a “(11) Etapa undécima: BELORADO – SAN JUAN DE ORTEGA (Camino Francés a Santiago)

  1. FRAGMENTO DE IACOBUS DE MATILDE ASENSI CON INTERESANTE DESARROLLO

    Atravesamos Belfuratus, Tosantos, Villambista, Espinosa y San Felices pateando un camino encharcado y lleno de piedras que destrozó nuestras sandalias de cuero, y al anochecer, después de cruzar el río Oca, llegamos -cansados, hambrientos y sucios- a Villafranca, frontera occidental de Navarra con el reino de Castilla, que según nuestro guía Aymeric, «es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel. Sin embar­go, carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». Lo cierto es que las aguas estaban revueltas en Castilla y que el país no era un lugar muy seguro en aquellos momentos: tras la muerte del rey Fernando IV, su madre, la reina Maria de Molina, sostenía frecuentes disputas con los infantes del reino (sus pro­pios hijos y cuñados) por la regencia del actual rey Alfonso XI, menor de edad. Estas disputas se traducían frecuentemente en cruentos enfrentamientos sociales que dejaban centenares de muertos por todos los rincones del reino. En aquel septiembre de 1317 las cosas estaban un poco más tranquilas por hallarse en vigor un pacto según el cual se habían convertido en tutores del rey tanto la reina Maria como los infantes Pedro, tío del niño, y Juan, tío-abuelo, por ser hijo de Alfonso X, apodado el Sabio.

    Por de pronto, en contra de lo que decía nuestro guía sobre la carencia de arbolado de Castilla, al día siguiente tendríamos que cruzar los boscosos Montes de Oca, un tramo breve pero su­mamente penoso que aquella noche nos imponía un buen descanso para recuperar las fuerzas perdidas.

    Hallamos alojamiento en la hospedería de la iglesia y como la pobre Sara tenía los pies hinchados como odres de vino, tuve que prepararle un remedio a base de tuétano de hueso de vaca y man­teca fresca.
    -¿Veis? -comentaba jocosa-. Me han crecido los pies.

    Como los dolores de su espinazo no le permitían aplicárselo adecuadamente, ordené a Jonás que la ayudara. Era un compro­miso para el muchacho, que enrojeció hasta ponerse del color de la grana y comenzó a sudar a pesar del frío del recinto en el que nos hallábamos los tres solos, pero mucho más peligroso y peca­minoso hubiera sido para mi, que de seguro hubiera sudado tan­to o más que mi hijo, incumpliendo así el principal de mis votos. Sin embargo, lo que si hice fue envolverle yo mismo los pies en lienzos bien calientes para terminar la cura, no sin antes fijarme pecaminosamente en que sus dedos eran increíblemente ágiles y articulados, casi como los dedos de las manos, y me alteró en ex­tremo comprobar que también en ellos había lunares. Cuando le­vanté los ojos, Sara me estaba observando de una manera tan es­pecial que me arrastró hacia regiones prohibidas para mi, de las que, con gran esfuerzo, tuve que regresar apartando la mirada.

    No se me había pasado por alto el curioso nombre de los montes. Era muy significativo que la puerta de entrada a Castilla estuviera marcada tan elocuentemente por la Oca, pues no sólo se trataba de los Montes, sino del río, de la imagen de Nuestra Señora de Oca, que permanecía en la parroquia, y del mismísimo pueblo, que antes de llamarse Villafranca, o «Villa de los fran­cos», por la costumbre de denominarlo así que adoptaron los pe­regrinos, había recibido también el nombre de Oca. No podía dejar de pensar, mientras intentaba dormirme aterido de frío y con el estómago casi hueco, que debía existir alguna relación des­conocida entre el animal sagrado, el juego iniciático que nos ha­bía enseñado el viejo Nadie, la puerta de entrada a Castilla y el símbolo de la Pata de Oca de las hermandades de canteros, cons­tructores y pontífices iniciados.

    El día siguiente amaneció nublado pero, conforme el sol se fue elevando en el cielo, las nubes despejaron y la luz se hizo vi­gorosa y firme. Después de desayunar unos mendrugos mojados en agua y unos pedazos de sabroso queso de oveja que nos ofre­ció un pastor, dedicamos algún tiempo a limpiar y engrasar las correas de las sandalias mientras Sara aprovechaba para lavar en el río nuestras camisas, sayas, esclavinas y calzas que a gritos es­taban pidiendo expurgo, fregado y baldeo desde semanas atrás. Fabriqué un armazón de maderas, en forma de cruz con varios travesaños, que sujeté por detrás a los hombros de Jonás y allí tendimos las prendas para que se fueran secando con el sol y el aire mientras continuábamos viaje. Iniciamos la fuerte ascensión desde el interior mismo del pueblo. Pronto el camino se convirtió en un tapiz de hojas de ro­ble, amarillentas y ocres, desprendidas por el otoño, que crujían bajo nuestros pasos. A pesar de no ser mucho trecho, la subida se nos hizo interminable y, para mayor desgracia, casi nos perdi­mos en un espeso bosque de pinos y abetos en el que barrunté la presencia de lobos y salteadores. Pero el gallo de Santo Domin­go nos trajo suerte y salimos de allí indemnes y salvos, aunque agotados. Por fin, promediando el día, llegamos a lo más alto de los páramos de la Pedraja e iniciamos el descenso, cruzando el arroyo Peroja. Con el sol en lo más alto, alcanzamos el hospital de Valdefuentes, un auténtico paraíso para el descanso del tran­seúnte, con un manantial de agua fresca y limpia que hizo nues­tras delicias.

    Un grupo de peregrinos borgoñones procedentes de Autun animaba los alrededores del hospital con sus chanzas y jolgorios. A ellos les preguntamos sobre la conveniencia de tomar uno u otro de los dos caminos en los que, a partir de allí, se dividía la calzada para volver a unirse, más tarde, en Burgos.
    -Nosotros tomaremos mañana la vía de San Juan de Ortega -nos dijo un mozo del grupo llamado Guillaume-, porque es la ruta recomendada por nuestro paisano Aymeric Picaud.
    -También nosotros hemos seguido hasta aquí sus indica­ciones.
    -Su fama es universal -comentó orgulloso-, dado el gran número de peregrinos que recorren al año el Camino de Santia­go. Si os ponéis en marcha ahora, llegaréis a San Juan de Ortega con muy buena luz, y el albergue del monasterio es famoso por su excelente hospitalidad.

    Tenía mucha razón el joven borgoñón. Después de salvar un intrincado sendero que cruzaba la floresta, tropezamos con el ábside del templo y lo rodeamos para ir a dar a una explanada a cuya derecha quedaba la hostería, en la que fuimos acogidos con cordialidad y simpatía por el viejo monje encargado de atender a los peregrinos. El clérigo era un anciano charlatán que gustaba de la conversación y que se mostraba encantado de prestar oídos a las aventuras de cuantos llegaban hasta sus dominios. Puso abun­dantes raciones de comida sobre la mesa y se ofreció a mostrar­nos la iglesia y el sepulcro del santo en cuanto hubiéramos ter­minado.
    -San Juan de Ortega se llamó, en el mundo, Juan de Quin­tanaortuño, y nació allá por el año ochenta después del mil -nos explicaba a Jonás y a mí mientras avanzábamos por la explanada en dirección a las dos puertas gemelas de entrada de la fachada principal. Sara, respetuosa pero indiferente a nuestro fervor cris­tiano, se había quedado a descansar en el albergue-. La gente le considera como un simple colaborador de santo Domingo de la Calzada, que es mucho más famoso por haber despejado con una sencilla hoz de segador los árboles del bosque desde Nájera a Re­decilla para construir aquel tramo de Camino. -Su tono indicaba que la proeza de santo Domingo era poca cosa para él-. Pero Juan de Quintanaortuño fue mucho más que un simple colabo­rador: Juan de Quintanaortuño fue el verdadero arquitecto del Camino de Santiago, porque sí santo Domingo despejó un bos­que, edificó un puente sobre el río Oja y levantó una iglesia y un hospital de peregrinos, san Juan de Ortega construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó esta iglesia y esta alber­guería para auxilio de los jacobipetas.

    Habíamos entrado en el pequeño santuario, suavemente ilu­minado por la luz que filtraban los alabastros de las ventanas. Un ensordecedor zumbido de moscas, que sobrevolaban en círculos la nave central, ahogó la voz del sacerdote. El sepulcro de piedra, abundantemente cincelado por todas sus caras, estaba situado frente al altar, y allí se mantenía, solitario y mudo, totalmente in­diferente a nuestra presencia. El frade nos arrastró hacia un lado.
    -Las mujeres estériles vienen mucho por aquí-continuo-. La popularidad de san Juan se debe sobre todo a sus milagros para devolver la fertilidad. Y buena culpa de ello la tiene este di­choso adorno.
    -Y señaló el capitel que teníamos sobre nuestras cabezas, el del ábside izquierdo, en el que se veía representada la escena de la Anunciación a María-. Pero yo creo que nuestro santo merece una celebridad mejor, por eso estoy recopilando los numerosos milagros que hizo curando a enfermos y resucitando muertos.
    -¿Resucitando muertos?
    -¡Oh, si! Nuestro san Juan devolvió la vida a más de un po­bre difunto.

    ¿Fue casualidad…? No lo creo, hace mucho tiempo que dejé de creer en las casualidades. Mientras se producía esta conversa­ción, un rayo de luz procedente de la ojiva central del crucero co­menzó a iluminar la cabeza del ángel que anunciaba a Maria su futura maternidad. Me quedé como embobado.
    -Es bonito, si -dijo el viejo observando mi distracción-, pero a mí me gusta más el otro, el de la derecha.
    Y nos condujo hacia allí sin muchas contemplaciones. Jonás le seguía como un perrillo, sorteando el túmulo con un giro rápido similar al de nuestro mentor. El remate de columna del áb­side derecho representaba a un guerrero con la espada en alto haciendo frente a un caballero montado. Pero yo seguía descon­certado por el otro, por aquella luz que iluminaba al ángel. Algo estaba germinando en mí cabeza. Giré sobre mi mismo y volví atrás. El rayo de luz alumbraba ahora a María. Si seguía con su trayectoria, acabaría iluminando la figura en piedra de un ancia­no, probablemente un san José, que descansaba todo el peso de su edad sobre un báculo en forma de Tau…

    Ego sum lux…, recordé, y, de pronto, todo tenía sentido.

    Era increíble el refinamiento de los templarios para esconder su oro. Habían ocultado sus riquezas tan magníficamente que, de no haber conseguido el mensaje de Manrique de Mendoza, jamás hubiéramos encontrado ni una sola de las partidas. La clave era la Tau, pero la Tau sólo era el reclamo, la llamada que atraía al ini­ciado; luego venía el esclarecimiento de las pistas que, como las piezas de una máquina, tenían que engarzar unas con otras para poder funcionar. Empecé a preguntarme si la Tau no sería tan sólo una de las muchas vías posibles, si no existirían otros recla­mos como, por ejemplo, la Beta o la Pi, o quizá Aries o Géminis. La abundancia de posibilidades me produjo vértigo. Y para en­tonces el rayo de luz acariciaba ya al anciano con el báculo en forma de Tau y parecía demorarse en él perezosamente.
    -Cuando el caballero quiera -exclamó el viejo clérigo a mi espalda-, podemos volver a la hostería.
    -Os estamos profundamente agradecidos, frade, por vuestra amabilidad. Pero, si no os incomoda, mi hijo y yo nos quedare­mos un rato rezando al santo.
    -¡Veo que san Juan ha despertado vuestra piedad! -advir­tió gozoso. -Alzaremos plegarias por una hija de mi hermano que lleva años esperando concebir un hijo.
    -¡Hacéis bien, hacéis bien! Sin duda, san Juan os otorgará lo que pedís. Os esperaré en casa con vuestra amiga judía. Quedad con Dios.
    -Id vos con Él.

    En cuanto hubo desaparecido, Jonás se volvió hacia mí y me escudriño.
    -¿Qué os pasa? No tenemos ninguna prima estéril.
    -Atiende, muchacho.

    Le cogí por el pescuezo y moví su cabeza, como si fuera la de un pelele de trapo, hacia el capitel de la Anunciación.
    -Observa bien al viejo san José.
    -¡Otra Tau! -exclamó alborozado.
    -Otra Tau -convine-. Y mira ese rayo de luz que está de­sapareciendo; todavía la ilumina un poco.
    -Si aquí hay una Tau -afirmó, soltándose de mi pinza con un cabeceo-, sin duda hay también otro escondite de tesoros templarios.
    -Claro que lo hay. Y yo sé dónde está.

    Me miró con los ojos muy abiertos y brillantes.
    -¿Dónde, sire?
    -Haz memoria, muchacho. ¿Qué fue lo que más nos llamó la atención en Eunate?
    -La historia del rey Salomón y todos aquellos animales ex­traños de los capiteles.
    -¡No, Jonás! ¡Piensa! Sólo había un capitel que era distinto a los demás. Tú mismo me lo señalaste.
    -¡Ah, si, aquel de la resurrección de Lázaro y el ciego Bar­timeo!
    -Exacto. Pero si recuerdas bien, la frase cincelada en la cartela de la escena de la resurrección era incorrecta. En ella, Jesús, mientras resucitaba a su amigo, decía: Ego sum lux, pero, según los Evangelios, Jesús no pronunció esas palabras en aquel momento. ¿Y qué tenemos aquí, en San Juan de Ortega?
    -Tenemos una Tau y un rayo de luz que la alumbra.
    -Y un santo taumaturgo que, según el frade de este lugar, era experto en resucitar difuntos, como la escena del capitel de Eu­nate y como la del capitel de la iglesilla templaria de Torres del Río, ¿recuerdas? También allí había un solo capitel de apariencia normal con el motivo de la resurrección de Jesús.
    -¡Es verdad! -exclamó, golpeándose el muslo con el puño cerrado. No podía negarse que era hijo mío. Incluso sus gestos más irreflexivos eran un mal remedo de los míos-. Pero eso no nos dice dónde está escondido el oro.
    -Si nos lo dice, pero por si quedase alguna duda, también disponemos de la información recogida en la iglesia templaria de Puente la Reina.
    -¿Qué información?
    -Recordarás lo que te conté acerca de las pinturas murales de Nuestra Señora dels Orzs. -El chico afirmó-. Pues bien, en­cima de un árbol en forma de Y griega, o de Pata de Oca, símbo­lo de las hermandades secretas de pontífices y arquitectos inicia­dos (y recuerda que san Juan de Ortega era uno de ellos), un águila mayestática examinaba una puesta de sol. Como ya sabes, el águila simboliza la luz solar, y el ocaso allí dibujado se corres­ponde con esta hora en la que ahora nos hallamos; ese rayo de sol que ha iluminado la Tau es un rayo de luz crepuscular.
    -Bueno, bien, pero ¿dónde está el oro? -se impacientó.
    -En el sepulcro de san Juan de Ortega.
    -¡En el sepulcro! Queréis decir… ¿dentro del sepulcro?
    -¿Por qué no? ¿No recuerdas los capiteles? Las lápidas es­taban siempre apartadas a un lado para permitir la salida del muerto redivivo. Así ocurrió con el muro que cubría la cripta de santa Oria, y apuesto lo que quieras a que encontrarán el tesoro de santa Orosia de Jaca dentro de alguna sepultura a la que haya que quitar una pared. Aunque…
    -Aunque… ¿qué?
    -En Torres del Río una nube de humo salía del sepulcro abierto. De hecho, las dos figuras femeninas, las dos Marías del Evangelio, más parecían cadáveres que otra cosa. Es posible, Jo­nás, es muy posible que el sepulcro de san Juan de Ortega con­tenga alguna trampa, algún veneno volátil suspendido en el aire.
    -Pues no se lo digáis al conde Le Mans -dejó escapar ale­gremente-. Debe estar a punto de aparecer. Que lo abra él. ¿No es lo que desea?
    -Si -afirmé con una sonrisa parecida a la suya-, es una idea excelente. No digo que no sienta tentaciones de dejarle mo­rir envenenado. Pero esta vez, muchacho, el tesoro lo recupera­remos nosotros. Le Mans no tiene que enterarse hasta que no ha­yamos visto el interior de esa tumba.
    -¡Pero moriremos nosotros!
    -No, porque sabemos que ese riesgo existe y pondremos los medios necesarios para impedir que ocurra. Y ahora, joven Jonás, aunque te cueste un esfuerzo enorme, pon cara de ángel serMico y abandonemos esta iglesia como si hubiéramos estado rezando piadosamente: ni un gesto, ni un movimiento que delate lo que sabemos, ¿entendido? Recuerda que los esbirros de Le Mans nos observan.
    -Tranquilo, sire, y fijaos en mí.

    De repente se desmoronó. Su abatimiento y tristeza eran tan exagerados que tuve que darle un coscorrón.
    -¡No tanto, zoquete!

    Si volvíamos al santuario, Le Mans se enteraría, así que debíamos encontrar una buena excusa que hiciera razonablemente lógica una nueva visita. Por fortuna, nos la proporcionó el propio clé­rigo del lugar:
    -Debo ir a la iglesia a apagar las velas de las lámparas y los cirios del altar -murmuró desperezándose y dando un largo bostezo.

    Estábamos sentados frente a un fuego, envueltos en viejas y agujereadas mantas de lana. Sara dormitaba, inquieta, en su asiento; estaba nerviosa porque al día siguiente se iba a encontrar en Burgos con el de Mendoza. También yo me sentía alterado por la cercanía del encuentro con Isabel, pero no sabía qué era lo que más me afectaba, si ver a la madre de Jonás después de tan­tos años o que Sara encontrara a su amado Manrique.
    -Dejad que vaya mi hijo -propuse.
    -¡Oh, no! Tengo por costumbre rezar a san Juan todos los días a estas horas mientras apago las candelas.
    -Está bien, pues dejad que vayamos mi hijo y yo y, en agra­decimiento por lo bien que nos habéis tratado, ambos rezaremos al santo por vos y en vuestro lugar.
    -¡No es mala idea, no señor! -profirió encantado.
    -Es muy buena idea -corroboré para no darle tiempo a pensar-. Jonás, coge el apagavelas del frade y vamos.

    Jonás cogió de un rincón el cayado con el cucurucho de latón en lo alto y se quedó de pie junto a la puerta, esperándome. Yo me incorporé y me acerqué a Sara para decirle que nos íbamos, pero estaba tan dormida que no lo advirtió. Hubiera podido po­nerle la mano en el hombro para despertarla y nadie hubiera pen­sado nada malo de mi; hubiera podido, incluso, cogerle una mano y acariciarsela, y tampoco hubiera ocurrido nada extraor­dinario; hubiera podido rozarle el peio suavemente, o la mejilla, y ni el buen cura se hubiera escandalizado. Pero no hice nada de todo aquello, porque yo sí hubiera sabido la verdad.
    -Sara, Sara… -susurré cerca de su oído-. Id a la cama. Jonás y yo volveremos ahora mismo.

    Atravesamos la explanada alumbrados por la luz del plenilu­nio. La iglesia estaba igual de vacía que cuando la dejamos, aun­que más silenciosa porque el mosconeo, felizmente, había desa­parecido.
    -¿Cómo haremos para levantar la tapa del sepulcro? -su­surró Jonás.
    -«Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Ar­químedes.
    -¿Quién?
    -¡Vivediós, Jonás! ¡No has recibido la menor educación!
    -¡Pues ahora vos sois el único responsable de ella, así que ya sabéis!

    Hice como que no le había oído y saqué de debajo de mi saya una azuela y la daga de Le Mans y, enarbolándolas, me acerqué a la sepultura.
    -Toma -dije alargándole el estilete-, raspa la argamasa por el otro lado y cuando hayas terminado trae el apagavelas.
    No fue difícil mover la plancha con la ayuda de la vara una vez que la hubimos desprendido, aunque había que hacerlo con mucho cuidado para no quebrar la madera.
    -Quitate la camisa -ordené a Jonás-, y pártela en dos. Luego, empapa los pedazos en el agua bendita de la pila.
    -¡En el agua bendita!
    -¡Haz lo que te digo! ¡Y rápido, si no quieres morir enve­nenado!

    Embozamos nuestros rostros con las telas mojadas sujetándolas con sendos nudos tras las cabezas y entonces di el empu­jón definitivo a la tapa, que cedió y se retiró un codo aproxi­madamente. Del interior se alzó una bocanada de humo amarillo que se expandió rápidamente por todo el recinto de la iglesia.
    -¡Tápate los ojos con el paño mojado y tírate al suelo! -grité, mientras me abalanzaba hacia la puerta para abrirla de par en par. La brisa de la noche disipó parte de la niebla azafra­nada; el resto se quedó flotando en el cielo de la nave, apenas dos palmos sobre nuestras cabezas. Si no hubiéramos estado adverti­dos por el capitel, habríamos muerto irremisiblemente.
    -¡Levántate despacio, muchacho!
    Inclinado como un giboso para evitar la nube ponzoñosa, me asomé al interior del sepulcro. Unos peldaños de piedra descen­dían hacia el interior oscuro de una cripta oculta bajo el suelo de la iglesia.
    -Jonás, coge uno de los candelabros del altar y tráelo. ¡Pero acuérdate de caminar inclinado! El aire es más limpio por abajo.
    Descendimos con suma precaución, temiendo que faltase el suelo bajo nuestros pies, que alguna piedra se desprendiese sobre nuestras cabezas, o que alguna trampa inesperada diera con nues­tros huesos, para siempre, en aquella sepultura. Pero no se pro­dujo ninguno de aquellos incidentes. Llegamos hasta abajo sin sorpresas desagradables. A la luz de las velas contemplamos una sala pequeñita y circular con las paredes y el techo cubiertos por grandes losas de piedra. El suelo no lo vimos, porque estaba oculto por grandes cofres repletos de monedas de oro y plata, por montones de gemas sobre los que descansaban piezas de telas bordadas, coronas, diademas, collares, pendientes, anillos, vasos, cálices, cruces, candelabros y un sinnúmero de pergaminos de variadas escrituras traídos de Oriente. ¡Y aquello no era más que un tesoro menor, una pequeña parte, una minúscula pizca del total! Silenciosos y deslumbrados por los reflejos de la luz so­bre las joyas estuvimos dando vueltas, mirando, tocando y cali­brando valiosísimos rosarios, relicarios portentosos, vinajeras, copones, custodias y colgantes, hasta que, inesperadamente, el muchacho rompió el silencio:
    -Tengo un mal presagio, sire. Vayámonos enseguida de aquí.
    -¿De qué hablas?
    -No lo sé, sire… -titubeó-. Sólo sé que quiero irme. Es una sensación muy fuerte.
    -Está bien, muchacho, vámonos. La vida me ha enseñado a recibir estas inexplicables señales con respeto. Más de una vez me había encontrado en serios apu­ros por no aceptar mis corazonadas, por no hacer caso de esos avisos misteriosos. De modo que, si mi hijo lo sentía así, había que irse… y rápido.

    Sobre una mesilla de madreperla descansaba, como para ha­cerse notar, un vulgar lectorile de madera sin desbastar y, sobre él, abandonado, un rollo de cuero atado con cintas lacradas con el sigillum templario. No lo pensé dos veces y lo cogí al vuelo, guardándolo entre los pliegues de mi saya mientras seguía al mu­chacho escalerilla arriba a toda velocidad.

    No había nada particular en el exterior. Aparentemente, la iglesia continuaba igual de silenciosa, fría y desierta que cuando descendimos a la cripta.
    -Lamento haber malogrado vuestras pesquisas -se discul­pó Jonás, apesadumbrado.
    -No te preocupes. Seguro que has percibido algo y no seré yo quien te culpe por ello. Todo lo contrario.

    Aún no había terminado de proferir las últimas palabras cuan­do un chasquido nos hizo girar las cabezas, sobresaltados, hacia la sepultura. Un pequeño rumor precedió a un golpe seco, a un rui­do de desmonte y desprendimiento cuyo fragor aumentó hasta ha­cer crepitar el suelo. Las losas de la tumba de san Juan de Ortega se inclinaron hacia el interior y cayeron al vacío, provocando una polvareda que ascendió hasta el techo del santuario y se mezcló con la nube amarilla de veneno. El estrépito era ensordecedor. Pa­recía que la iglesia se nos iba a venir encima de un momento a otro.
    -¡Corre, Jonás, corre! -grité con toda mi alma, dándole un empujón que lo lanzó hacia la puerta.

    Pero no sé qué fue peor, porque afuera nos esperaba, espada en ristre, el conde Joffroi de Le Mans con todos sus hombres.
    -¡Hablad!
    -¡Ya os lo he explicado cien veces! -repetí dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros-. Tenía que ver lo que había allí abajo antes de que vos arramblarais con todo. ¿Qué más queréis saber?

    Los hombres de Le Mans trabajaban apresuradamente en el fondo de la cripta. Ya habían sacado todos los tesoros (que se agolpaban amontonados bajo el mismo capitel de la Anunciación que me había indicado su existencia) y ahora se afanaban repa­rando los estragos ocasionados por el derrumbe. Por lo que ha­bíamos podido comprobar a deshora, la tapa del sepulcro era, en realidad, la pieza que sujetaba toda la estructura de la cámara se­creta y, al quitarla, habíamos provocado la avalancha, tal y como alguien calculó metódicamente que ocurriría. ¿Qué detalle había pasado por alto? ¿Cuál había sido el fallo?
    -Si no os mato ahora mismo es porque habéis empezado a cumplir con vuestra misión de encontrar el oro -bramó Le Mans-, pero el Papa será puntualmente informado y tened por seguro que no quedaréis sin castigo.
    -Ya os he dicho, conde, que era necesario.
    -Mis hombres repararán el daño y no quedará huella del de­sastre cuando despunte el día. Pero si los templarios llegasen a sospechar lo que estáis haciendo, ni vos ni vuestro hijo, ni esa ju­día que os acompaña, viviríais para ver un nuevo sol.
    -¿Y el frade, qué pensáis hacer con él?
    -Olvidadle. Ya no existe. Esta misma noche, alguien ocupa­rá su lugar.

    ¿Para qué preguntar por su destino? El pobre hombre se ha­bía visto envuelto, sin tener arte ni parte, en una intriga demasia­do grande para él, y había sido aplastado sin misericordia.
    -Recoged vuestras cosas y partid -continuó Le Mans-. Y recordad que la próxima vez que decidáis tomar la iniciativa sin contar conmigo, vuestros trabajos habrán terminado para siempre.
    -No estoy deseando otra cosa -repuse, a sabiendas de que la forma de terminar a la que ambos nos referíamos era comple­tamente diferente.

    En mitad de la noche recogimos nuestros bártulos y empren­dimos camino hacia Burgos atravesando una zona de bosque de robles y pinos. La luna era nuestra lámpara y los aullidos de los lobos nuestra música de fondo. No teníamos otra dirección que la que nos marcaba el destino y hacia él nos encaminábamos. Los Mendoza, hermano y hermana, nos estaban esperando.

  2. FRAGMENTO CORRESPONDIENTE A ESTE TRECHO EN ‘PEREGRINATIO’ DE MATILDE ASENSI

    Cruzaréis el puente sobre el Oja a la salida de Santo Domingo y seguiréis su calzada hasta Redecilla y, después, alcanzaréis Belorado, Tosantos, Villambista, Espinosa y San Felices. Un nuevo río, que lleva el ya conocido y arcano nombre de Oca, y un nuevo puente se atravesarán en vuestro camino antes de que consigáis descansar en Villafranca, la Auca u Oca de los romanos, en la que podréis alojaros en el hospital de Santiago o en la hospedería de la iglesia, no sin antes hacer una visita a la ermita de la Virgen llamada, naturalmente, de Oca. Al día siguiente reemprenderéis vuestro camino adentrándoos en Castilla por los boscosos Montes de Oca. De Castilla dice Aymeric en el Codex Calixtinus: «Es una tierra llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel.» Y de ocas, añadiría yo sin ánimo de insistir en lo evidente. Llegaréis a los páramos de la Pedraja atravesando un espeso bosque de pinos y abetos en el que, además de lobos, abundan también los salteadores. Llevad, pues, cuidado y te repito lo que antes te dije: no intentes probar tu valía como caballero enfrentándote con unos pobres bellacos hambrientos. En el hospital de Valdefuentes podréis descansar y rellenar vuestras calabazas con el agua fresca y limpia del manantial que allí brota. Tenéis San Juan de Ortega a un tiro de piedra, así que no perdáis el tiempo y lanzaos al galope por el intrincado sendero que cruza la floresta hasta llegar a aquel lugar del que tantos y tan extraños recuerdos guardamos.

    Como sabes, entraréis por la parte posterior del edificio y tendréis que rodear el ábside de la iglesia y, allí mismo, en la gran explanada, encontraréis la hostería. Lamento profundamente la muerte del viejo monje que con tanta cordialidad y simpatía nos recibió la otra vez. Era cuentista y lenguaraz, pero no merecía morir como murió, a manos del funesto Joffroi. En fin, te recomiendo prudencia en San Juan de Ortega, puesto que el clérigo que suplantó a aquel desventurado era uno de los hombres del conde. Puede que, como nos dan por muertos desde hace cinco años, hoy ocupe su lugar un auténtico hospedero, pero, por lo que pudiera pasar, te pido que no hables más de lo debido ni menciones que ya has estado antes en el lugar. Supongo, hijo mío, que tu aspecto habrá cambiado mucho en estos años en los que no te he visto y, aunque los rasgos de tu cara y el color de tus ojos son los de tu madre y tu tío Manrique de Mendoza, estoy seguro de que habrás seguido creciendo y es probable, incluso, que hayas superado mi alta es­tatura, lo que no es sino un grave inconveniente porque podría delatar tu origen. Por eso, andad con cuidado frey Esteváo y tú, y, sólo si os sentís seguros, visitad la tumba de san Juan de Ortega —en el mundo Juan de Quintanaortuño—, otro pontífice y arquitecto iniciado que construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó la iglesia y la hospedería que llevan su nombre. Pero, además, como santo taumaturgo, se hizo famoso ni más ni menos que por resucitar muertos. Así lo afirma al menos la leyenda. Tú observa bien en recuerdo mío el capitel de la Anunciación, ése sobre el que un rayo de sol incide en los solsticios para señalar el báculo en forma de Tau del viejo san José. Ego sum lux…, decía erradamente la cartela del capitel de Eunate en el que se representaba la resurrección de Lázaro. En el mismo capitel de la iglesia gemela de Eunate, la de Torres del Río, aparecía la resurrección de Cristo, con aquellas dos mujeres que parecían cadáveres y la misteriosa fumarola que salía del Santo Sepulcro en forma de espirales. Todo aquello adquirió sentido en San Juan de Ortega para ayudarnos a encontrar el tesoro escondido en la tumba del santo, así como para salvarnos de los vapores venenosos que dejó escapar la cripta en cuanto apartamos la losa de piedra. No nos sirvió, en cambio, para librarnos de Le Mans pero, siquiera por confortarnos, fue allí donde hallé el importante rollo de cuero con las claves secretas que luego pude utilizar en Las Médulas y en el Finisterrae.

    Vivimos en un mundo extraño, Jonás, en el que junto a los valores más nobles cohabitan los peores vicios y maldades y todos estamos en ambos bandos a la vez, en mayor o menor medida. Por eso no debes juzgar sin haber reflexionado antes sobre todos y cada uno de los movimientos de la partida. Y te digo esto no sólo porque fuesen los milites Templi, nuestros protectores de hoy, quienes preparasen las trampas mortales que casi acaban entonces con nuestras vidas, sino también para que lo tengas muy en cuenta cuando llegues a Burgos, la próxima parada de vuestro viaje.

  3. CUANDO ESTOY EDITANDO JUSTO AQUÍ PUBLICA IGNACIO TOMÁS…

    Mensaje de teléfono recibido hoy: Thomas es mi hermano. Nos conocimos en algún punto; despues de Los Arcos ya eramos amigos de toda la vida: él alemán con su pobre inglés, yo Español con mi inexistente inglés, como no le dijera titulos de canciones; al día siguiente de Belorado ya nos entendiamos perfectamente: una madrileña nos definió: hablábamos los dos el balleno, un idioma que sale en Buscando a Nemo; porque él aleman, yo Español y eramos uña y carne con una perfecta comprensión sincronizada. Amanecía cuando lo esperábamos ya vestidos para salir, con el orto solar: en Belorado iba yo fresco; habíamos visto en una iglesia una representación de La Pasión, y yo había tenido en el albergue dos horas los pies en agua helada: amaneció, e hicimos camino; lentamente: habia barro que entonces me enteré que se llamaba mud: lo malo del barro es que es letal para un caminante; pone a prueba al peregrino pero bien; y empezaba a amanecer cuando llegamos a Villafranca de Montes de Oca (y tiro porque me toca) lo cual le enseñamos a duo el camarero y yo en el bar junto a la carretera: siempre amables con los peregrinos. los camioneros hacían chistes respetuosos y más de admiración que de sorna “hago yo eso y me parto en dos” ese tipo de cosas; también le enseñé en ese bar que era lo que nos unía, Alemania, España: Carlos I, dos copas cada uno, porque me olia lo que venia, pero no lo supe hasta que lo supe: sólo quien haya subido con una mochila la cuesta de La Pedraja podrá saber lo que es el eterno ascenso: Sísifo un novato, un aprendiz: la cuesta mas empinada que jamás se haya visto, con mochila, barro, garrote, barro, infinita: es cuando le enseñé a gritar para respirar bien, y como se exclama en esos casos: desde entonces, Thomas es el que mejor coloca la frase “la Puta” cuando hay situaciones duras; en su variante máxima es “joder, la puta” lo cual dicho en alemán tiene mucha sonoridad. Para cuando llegamos arriba no era arriba, que era un descansadero: inútiles de nosotros, creíamos que se había acabado: aullábamos dando alaridos, para soltar presión de los pulmones; junto a un funcionario de prisiones de Picassent, y un par de bellezas peregrinas, Claudia, alemana, se pegó a rueda: aún quedaban cien mil millones de kilómetros de subida, pero no lo sabíamos: los efluvios de lo que nos une (Carlos I) nos volvió a encarar, hasta que por fin llegamos arriba: es un paisaje totalmente paleolítico (ya se que el paisaje no lo es, sino las personas, es pleistoceno la palabra) y arriba se vió la belleza: Claudia sudada seguía siendo guapa; como Michelle Pfeiffer, pero más, y no pongo fotos, claro: esto lo leerá ella. Thomas y yo dabamos pena, llenos de barro, sudor mierda en general, y Thomas me miro a los ojos, profundamente, respiro hondo y me dijo “joder, la puta” lo cual tuvo que intentar traducir a Claudia al aleman, por las risas lo entendí perfectamente. El camino por el telúrico pleistoceno me hizo comprender mejor el paleolítico y Atapuerca, donde dormimos en La Jutte esa noche, jamón y queso vino y dolor de piernas: ahí es cuando Thomas descubrió que caminábamos como los vaqueros cuando bajan del caballo en las películas.

  4. CAMINO DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD

    Belorado, a cuya entrada hay que cruzar con cuidado la N-120. El camino, tal como señalan las indicaciones, penetra perpendicularmente en zona urbana por las traseras de una fábrica de muebles, pero primero aparece el «Rincón del Peregrino», un apacible descansadero poco antes del puentecillo sobre el «río» Verdeancho. Traspasándolo, y guiados por las flechas amarillas, entramos en el barrio del Corro y llegamos a la iglesia de Santa María. Cruzamos el Verdeancho y torcemos a la derecha por la calle Mayor y, tras andar un breve trecho, nos desviamos a la izquierda, que es la calle de Don Raimundo de Miguel (el del diccionario latino) y por su continuación, la de López Bernal, que muere en la carretera; al otro lado se inicia la calle Camino de Santiago que acaba en la N-120; la cruzamos, con la prevención de siempre y, hacia la derecha, tras unos metros que no suelen estar bien pero no es problema serio, aparece el puente El Canto, aunque nosotros debemos utilizar la pasarela a él arrimada aguas arriba, que tiene unos setenta metros de longitud y dos de anchura y ha sido construida ex profeso para facilitar el paso de los peregrinos, por lo peligrosos que resultaban para todos las estrecheces del puente de El Canto.

    A la salida de esta pasarela, a la izquierda, se ve una gasolinera; la pasamos y, sólo a unos pocos metros, se nos presenta el cruce de San Miguel del Pedroso y, sin dejar la mano que llevamos, dirigirnos por un camino que se inicia en el mismo cruce y que resulta francamente difícil para los «motóricos», por las fuertes roderas que tiene, hasta Villambistia. A poco más de la mitad del Camino, a unos 3 Kms., se encuentra Tosantos (se conoce porque encima del farallón calizo que lo domina, y en él encastrada se ve la ermita de la Virgen de la Peña) y a poco más de kilómetro y medio, Villambistia, a donde hemos llegado pasando por la parte alta frente a la iglesia hasta la ermita de San Roque y la fuente con cuatro caños; a partir de ella el Camino de Santiago toma nombre, Camino Cotarro, con unas características similares al que veníamos recorriendo, tierra y piedrecillas, que nos acercan, tras recorrer poco menos de 2 Kms. a Espinosa del Camino, cruzando la N-120 y entrando en el pueblo, la calle es camino y solo queda éste, a la salida, en forma de pista de concentración parcelaria, que con una ligera pendiente baja hasta un arroyo; una vez cruzado, se inicia un suave ascenso por la pista de concentración hasta la colina de San Felices. El trayecto que seguimos está descuidado (dicen que lo van a reparar) y la subida ofrece dificultades serias para todos los que tengan problemas de locomoción. Dejamos a la izquierda las ruinas del ábside de San Félix de Oca y salimos por la misma pista a la carretera nacional unos doscientos metros antes de la zona urbana de Villafranca Montes de Oca. La carretera y el peregrino pasan por encima del río Oca. Las primeras casas del pueblo están a 50 metros.

    Desde aquí, por razones obvias, hay que olvidarse de atravesar los Montes de Oca, al menos hasta Valdefuentes, 5,7 Kms. más allá. Sin embargo, con un poco de cuidado (y no tanto cuando se ejecute la proyectada circunvalación) es viable acercarse a la ermita de la Virgen de Oca y al pozo de San Indalecio, buenos lugares de descanso y con antiquísima tradición jacobea.

    El Camino por el Puerto de la Pedraja alcanza la cota de 1163 metros, con descensos y ascensos difíciles, como el del arroyo Peroja.

    Llega la pista forestal hasta Valdefuentes, donde hay un descansadero con el nartex de una iglesia y el espacio arbolado de la fuente del Carnero. El camino sube bordeando el nartex que resta de la iglesia, y los 6,5 Kms. que lo separan de San Juan de Ortega se recorren por otra pista forestal que, si no ha llovido y no han ido a mayores algunas roderas, resulta medianamente transitable, sin grandes sorpresas, hasta el mismo San Juan de Ortega.

    Intentar ir por el arcén a lo largo de la N-120, en este tramo del Puerto de la Pedraja, con silla de ruedas u otras dificultades locomotrices, es una temeridad.

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